Se creía un tipo normal, del grupo de los afortunados porque tenía una vida plácida, sin sobresaltos dignos de mención. Unos meses atrás un familiar, al que hacía tiempo no veía, le dijo que su voz sonaba distinta, como cambiada. Concluyó que debía dejar de fumar olvidando el tema de inmediato.
Era martes, un martes por la tarde, cuando al compartir ascensor con un vecino, le costó articular el saludo. Pensó de nuevo en el tabaco, quizá tenía alguna afección en la garganta. Llegó a su casa e intentó decir algo, consiguió emitir un simulacro de palabras.
Vivía solo, trabajaba de ocho a tres en un diminuto despacho, del que apenas salía hasta la hora de irse. Hacía deportes por las tardes en el parque antes de meterse en un circuito de series, películas o paseos por internet por la noche en su sofá. Los fines de semana se quedaba en casa, siempre había cosas para hacer: tareas domésticas, lecturas; solo salía para comprar algo o dar algún paseo. Hacía lo que quería, por eso se consideraba discretamente feliz.
Intentó recordar la última vez que habló con naturalidad. ¿Intentar recordar la última vez que hablé? En la pregunta que se hizo tuvo la respuesta: Ya no hablaba, no conversaba ni discutía con nadie, los amigos, o lo que quiera que fuesen ésos que le envían whatsapps, a los que contestaba y reenviaba a otros, hacía tiempo que no los veía en persona, con la familia le pasaba igual. En el trabajo saludaba moviendo las cejas hacia arriba, a la cajera del súper enseñaba su tarjeta cuando le preguntaba como iba a pagar…
Pensó en todas y cada una de sus acciones en los últimos tiempos: no recordaba haber hablado con nadie. Ésa era, y no otra, la razón única de la atrofia de sus cuerdas vocales, una falta de uso que le estaba diciendo a gritos que algo andaba mal.